Una reflexión sobre el pecado (reflexión católica)

 Carta de una pecadora a Jesús, para reflexionar. 

Querido Jesús:


La mejor forma de entender el pecado es hablando contigo, así que quiero darle un par de vueltas. La gente ajena a la fe muchas veces piensa que los cristianos andamos obsesionados con el pecado: que si esto o lo otro es pecado, que si pecado mortal, que si bla bla bla. Y de alguna forma, les entiendo, porque también a nosotros nos cuesta muchas veces darnos cuenta del verdadero valor de este. 


Muchas veces he preguntado “si hago esto, ¿es pecado?”, pero me he dado cuenta de que es tan absurdo como acercarse a un policía y preguntar “si hago esto, ¿es ilegal?”. Creo que me sale hacerlo porque me han repetido muchas veces que faltar a los 10 mandamientos se llama “pecado”, y que además deja una manchita en mi alma. Y claro, viendo esto, eso es como decir que cometer un pecado es infringir la ley. Ahora entiendo que más que eso, es realmente faltar a Tu amor, hacerte daño, no buscar Tu mayor gloria. 


Vemos los 10 mandamientos como algo que hay que cumplir, como algo que nos ata, cuando realmente es un regalo que Tú nos haces. Escuché a Grilex decir: “Los 10 mandamientos son tips que ha diseñado nuestro padre para que nuestra alma no sufra”. ¡Buah! ¡Cuánta razón tiene! Los 10 mandamientos son “tips” para ser FELICES, para encontrar esa felicidad que no es pasajera, que en verdad no es felicidad. Incumplirlos no es “infringir la ley”, sino separarse del camino que conduce a Tí.


El pecado es realmente una ofensa en la relación que tengo contigo, que no es que pienses “ya está esta otra vez torciendo mis planes”, porque según Te voy conociendo me doy cuenta de que me amas como si fuera la única persona del planeta.  Debes de pensar algo así como “la niña de mis ojos, a la que tanto quiero, se está haciendo daño”. Porque no quieres eso para mí, no quieres que sufra. 


Asimismo, muchas veces he pensado que el pecado es una renuncia, que tengo que decir que “no” a cosas para seguirte. La realidad no es esa, claro. Ahora soy un poco más consciente de que es justamente al revés, decirle “sí” a Tu amor, a lo más grande y puro que voy a encontrar en mi vida. Es decirle “sí” a ser libre y a ser feliz, que es lo que Tú quieres para mí. 


Y es que el demonio solo quiere odiarte, y el odio es querer el mal para alguien, justo lo contrario a lo que Tú quieres. Como he oído varias veces: él conoce mi nombre, pero me llama por mi pecado; Tú conoces mi pecado pero me llamas por mi nombre. Entonces, él sabe lo que Tú me quieres, y que lo que menos te gusta es que algo me haga daño. Me presenta el pecado como algo “apete”, como un camino factible para ser feliz, lo que con razón le da el nombre de “príncipe de la mentira”, y me hace pensar que vale la pena intentarlo, cuando realmente es una auténtica pena. 


Quiere que piense que pecar es “ser libre”, aunque realmente, haciendo uso de mi libertad de este modo solo la hago más pequeña. Como dice Carlo Acutis: “Sólo los que hagan la voluntad de Dios serán verdaderamente libres”.


El pecado me hace sentir esa suciedad por dentro. Lo que me han contado como una “manchita”, se convierte en una mancha enorme cuando lo vivo en mi propia piel, que me hace sentir asquerosamente vil. Además, ni siquiera me pone en el mood de amar. Más que otra cosa, es un rollo...


No me doy cuenta de que cada pecado mío es dar martillazos en los clavos de Tu Cruz. Es eso que desde pequeña he visto como una barbaridad, lo hago con mi propia mano cada vez que peco. Señor, no sabes cuánto lo siento. A pesar de todo esto, Tú te entregas para vencer a la muerte, y vienes a redimirnos, a cortar las cadenas que nos atan al pecar, que cada vez nos hacen menos libres.


Pagas con ese sacrificio, con esa Cruz a la que Te he clavado de mi propia mano, todo lo que Te cuesta mi pecado. Pienso a veces que las consecuencias de esto solo las pago yo: ¡qué ingenua soy! ¡Qué egoísta es ese pensamiento! Las pago yo, las paga mi prójimo, las pagas Tú… Las paga todo el mundo.  Pero Tú me dices que no me preocupe, que vaya y  te cuente lo que me entristece, que Tú me curas. 


Otro pensamiento muy egoísta es el pensar que yo nunca cometeré un pecado mortal. Espero que así sea, es verdad, pero no me doy cuenta de que la lucha contra el mal es algo que está muy presente en mi vida, quizá más de lo que puedo llegar a pensar. Desde luego que uno no se levanta por la mañana y dice “hoy es un buen día para cometer un pecado mortal”. Claro que no. Pero si no cuido mi alma de los pecados veniales, me predispongo al pecado mortal, soy “carne de cañón”. 


Quieres que Te dé mi pecado para cargarlo en la Cruz, porque sabes que hace daño, pero Tú eres infinito amor, infinita misericordia. Quieres llevarlo en Tu Cruz, no importa lo pesado que sea, porque quieres librarme de él. Me parece flipante que, aún viniendo todo de Tí, y sabiendo que todo lo que viene de Tí es bueno, me pides eso único que no viene de Tu mano: el pecado. 


Hay gente que hace el siguiente planteamiento: “Si Dios es bueno, ¿por qué permite el mal? Y si el mal existe, entonces es Dios el que no existe”. Yo quiero, Señor, que me enseñes a mirar como Tú, porque así podré ver el mal con tristeza y no con indiferencia ni con (incluso) agrado. Yo sé que Te duele profundamente todas estas cosas que suceden, pero las permites porque nacen de la libertad que Tú nos has dado. Si me pongo en tus zapatos entiendo que el negarte solo es tristeza, el amarte es felicidad, el pecado es algo triste, el amor es algo precioso.


No es que Tú no existas, sino que lo único que permite la coexistencia entre el mal y Tu amor somos nosotros, porque el pecado nace de nuestra libertad, porque somos libres para elegir el bien, pero también el mal. Señor, soy muy débil y estoy en constante tentación: ayúdame a elegir siempre lo que Tú sabes que es mejor, porque es a Tí a quién quiero agradar, y solo a Tí, no al mundo. Quiero decir, como hiciste Tú mientras rezabas en Getsemaní: 


“No se haga mi voluntad, sino la Tuya”.

Lucas 22:42


No dejes que me contente con la mediocridad, no quiero amarte a medias tintas, quiero amarte a tope, porque eso sí que es amar. No me quiero conformar con ser como todo el mundo, porque si todo el mundo es mediocre no voy a serlo yo también. Cada vez que me caigo, levántame. Como hiciste con aquel leproso, haz también conmigo:


“En esto, se le acercó un leproso, se arrodilló y le dijo: Señor, si quieres, puedes limpiarme. Extendió la mano y lo tocó, diciendo: Quiero, queda limpio”.

Mateo, 8:2-3


Límpiame, Señor, porque heridas tan profundas sólo las puedes curar Tú. 


Pumo.


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